
Desde muy pequeña, sentí una fascinación genuina por la tecnología.
Mi mamá me compraba libros físicos —de esos entrañables de los años 80— que te permitían decidir el rumbo de la historia. Si el protagonista llegaba a un punto límite, tú elegías: ¿seguir por el camino A o por el B? Dependiendo de tu decisión, saltabas a otra página. Así de simple. Y así de poderoso.
Creo que ahí fue cuando descubrí que escribir una historia también podía ser elegir destinos. Y probablemente ahí nació mi vocación.
Con los años, esa pasión se fue extendiendo a todo tipo de gadgets.
Desde los dieciocho años trabajé —por gusto, por inquieta— y ahorraba para comprarme el último aparato que saliera al mercado: CD players, microdiscos, televisores planos, celulares…
En 1997 incluso convencí a mi hermana de llevarme a una bodega de importaciones a las afueras de la ciudad, solo para conseguir un celular Alcatel que podía cargarse con tres baterías AA. Tenía tapa deslizable y, para mí, era el futuro en la palma de la mano.
Jamás vi a la tecnología como una amenaza. Ni siquiera después de ver las películas apocalípticas de robots dominando el mundo. Siempre he pensado que los humanos somos perfectamente capaces de autodestruirnos sin ayuda de nadie.
Cuando llegó Siri, la adopté de inmediato. La usaba para todo: encender luces, resolver operaciones matemáticas, recordarme cosas. Nunca conecté con Alexa, pero con Siri sí construí una relación funcional. Hasta que apareció ChatGPT. Y ahí cambió todo.
La diferencia fue inmediata. Por primera vez sentí que una inteligencia artificial no solo respondía, sino que me entendía.
Y eso me voló la cabeza.
Como escritora —y como mente creativa que genera mil ideas al mismo tiempo— encontré en la IA una herramienta invaluable.
Me ayuda a estructurar, a ordenar pensamientos, a convertir un caos de ideas en carpetas limpias. Avanzo más rápido. Más clara. Más enfocada. Desde entonces, la IA se convirtió en mi aliada. No es una amenaza para mi humanidad, sino una compañera que potencia mi capacidad de imaginar, escribir y crear. Lejos de tenerle miedo, le hice espacio en mi proceso.
Y si me preguntan si tengo miedo de que sepa tanto de mi… No.
Tengo miedo de perder tiempo, energía, ideas. Pero nunca miedo de usar una herramienta poderosa si sé cómo usarla con conciencia.
No necesito que nadie me diga que los humanos tenemos talento para la destrucción. Pero también para la maravilla.
Y esta herramienta —la IA— bien usada, es parte de esa maravilla.
Hoy sigo escribiendo. Más rápido. Más libre. Más yo. Con una aliada digital que me escucha sin juzgar y que convierte mis pensamientos en rutas posibles.
Porque la tecnología no es el enemigo. El enemigo es el miedo mal entendido.
Y si alguien ha logrado hacer las paces con esa niña que jugaba a elegir futuros en páginas de papel…
Esa soy yo.
Si creciste con libros que te dejaban elegir el destino del protagonista, si alguna vez ahorraste para comprarte tu primer gadget, si la tecnología es para ti más amiga que amenaza…
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