
A veces las historias que más se nos imponen son también las más incómodas. No siempre son dulces ni ligeras. Pero una vez que llegan, una vez que tocan la puerta, hay que abrir. En mi caso, escribir se parece mucho a exorcizar: entrar en contacto con lo que duele, quedarse ahí el tiempo necesario, y transformarlo en narrativa. Hoy quiero hablarte de eso: de lo que cuesta narrar.
Casi siempre todo empieza con una imagen. A veces bella, a veces perturbadora, pero nunca inocente. Esa imagen me obliga a investigar, a escarbar, a seguir el hilo hasta que me topo con lo que realmente está detrás. Y ahí es donde todo cambia: cuando descubro que ese impulso inicial no me lleva a una historia amable, sino a una herida abierta. Y sin embargo, me quedo. No busco el camino fácil. Si algo me incomoda, probablemente ahí es donde debo escribir.
Una vez, en plena escritura, tuve una conversación con mi hermana. Le conté que uno de mis personajes había citado a otro, y sentía que se avecinaba una confrontación. Ella me sugirió que los hiciera encontrarse en una reunión social, algo más ligero. Pero ese no es mi trabajo como escritora. No estoy aquí para suavizar las cosas. Estoy aquí para descubrir las razones más profundas de los personajes. Esa es la promesa que hago en cada novela. Yo me esfuerzo en que me creas, y tú, como lectora o lector, eliges creerme. Esa es nuestra complicidad.
También hay historias que me han tocado tanto que todavía no las escribo. Porque sé lo que removerían. Porque no estoy lista. Porque, por mucho que escribir sea exorcismo, hay demonios que todavía prefiero no mirar de frente.
Narrar lo que muchos prefieren callar no me da vergüenza. Nunca ha sido eso. Lo que me daría pena, y mucha, es mentirle a la historia. Tratar de hacerla pasar por otra cosa. Fingir que no duele cuando sí duele. Ser deshonesta. Yo también soy editora —tengo un máster en edición profesional—, y me conozco lo suficiente para saber cuándo intento tomar un atajo. No me interesa. Lo único que quiero es ser fiel. A la historia. A los personajes. A lo que hay detrás de las palabras.
Cuando escribo, no soy yo la que habla. Al menos no directamente. El primer personaje que construyo siempre es el narrador. Y ese narrador no soy yo. Es una voz moldeada para ser testigo de lo que sucede, sin juzgar. A veces es frío. A veces es cómplice. Pero siempre está al servicio de la historia, no de mi ego.Mis personajes también exorcizan. Conmigo o por mí. Me meto en la piel de todos: un policía quebrado, una neurocientífica traicionada, una mejor amiga que engaña, un sicario. No hay blanco o negro. Hay matices. Y en el proceso de construir esos matices, inevitablemente me reflejo.
Hasta ahora, ninguno me ha confrontado al punto de hacerme retroceder. Aunque sí ha habido escenas que me han desgarrado un poco. Pienso, por ejemplo, en una que escribí para la trilogía Rewind, entre Diana Miller y Duncan Flair. Fue tan intensa que terminé consultando a un psiquiatra para asegurarme de que no estaba escribiendo desde el estereotipo. Esa escena, en particular, me dejó agotada. Creo que incluso bajé de peso escribiéndola. Pero no me arrepiento.
Escribir me ha hecho más libre. Me ha quitado etiquetas. Me ha obligado a entender que no somos productos con una sola función. Somos seres en movimiento. Y la escritura me obliga a estudiar, a preguntarme cosas, a mirar más allá. Neurociencia, filosofía, religión, historia… todo entra en juego. Y en ese proceso, sin darme cuenta, también me narro a mí.
🖋️ Ya que andas por aquí…
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