
No me pasó en el primer viaje. Ni en el segundo.
Al principio, todo era risa. Cuando le jalaban los vellos de los brazos a Jorge, como si fueran hilos de oro, cuando nos miraban como rarezas de otro planeta, porque en algún punto nos sabíamos turistas, exóticos, visitantes temporales.
Y como yo tengo los ojos un poco rasgados, quizás por eso no me tocaban. No me jalaban, ni me pedían fotos. Solo me miraban.
Pero en el tercer viaje, algo cambió. Íbamos caminando —no recuerdo si en Shanghái o en Beijing— y Jorge me pidió una foto con fondo de rascacielos. Yo le estaba tomando la foto cuando llegó una mujer como de mi edad, se me quedó viendo con el ceño fruncido… y me empujó. No un empujón violento. Pero sí claro. Un mensaje sin palabras.
Observó cómo tomaba la foto.
Miró mi celular.
Miró a Jorge.
Frunció más el ceño.
Le hizo una seña con la mano a su acompañante —un hombre— para que se colocara donde estaba Jorge.
Y le tomó la misma foto.
La misma.
Se volvió hacia mí con una mirada que decía:
“Así se hace.”
Yo me le quedé viendo. Miré su pantalla.
Miré la mía.
No vi diferencia.
Se la enseñé. Como quien dice: “¿Dónde está la gran mejora?”
Ella me sostuvo la mirada un segundo.
Y se fue.
No sé si su estándar de perfección era otro.
No sé si le molestó mi técnica, mi ángulo, mi cara, mi celular.
No sé si simplemente vio una oportunidad de hacer “mejor” algo que yo estaba haciendo solo “bien”.
Jorge me recordó algo que le habían dicho en un curso cultural previo a unas Olimpiadas o Mundial (no recuerdo cuál, pero sí que lo entrenaron para comprender la lógica de los chinos cuando recibían turistas de alto poder adquisitivo).
En ese curso, le explicaron que en China:
“Si alguien ve que tú haces algo mal, no lo va a ignorar. Lo va a hacer bien. Por ti. Porque así debe ser.”
Y eso me quedó grabado. No como crítica, sino como entendimiento.
En un país donde la disciplina y la perfección son parte del ADN cultural, intervenir no es una ofensa. Es una corrección moral.
Yo, claro, seguí pensando que mi foto estaba igual. Pero algo dentro de mí reconoció que lo que para mí era “suficiente”, para ella era “mal hecho”. Porque había algo más detrás de ese gesto. Competitividad. Una que se adquiere desde la cuna, aunque durante décadas el país viviera carencias. Una que florece incluso en sistemas socialistas donde, a diferencia de otros países, la escasez no se convirtió en excusa para la mediocridad.
En China, durante años solo podían tener un hijo. Y muchas familias buscaban que nacieran en el año del dragón, porque no solo es símbolo de suerte, sino de excelencia. La lógica era simple: si vas a tener solo uno, que sea el mejor.
Yo crecí en un país donde hacer lo mínimo a veces basta. Allá, hacer lo mínimo puede verse como una falta de respeto. Por eso entendí que el empujón no fue solo cultural, sino pedagógico. Y ese día, sin querer, una mujer china me enseñó cómo se ve el perfeccionismo cuando deja de ser discurso y se convierte en acto. No como vanidad, sino como principio.
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