
China no fue un país con el que pudiera conversar.
Al menos no la primera vez.
Yo creía que hablaba buen inglés… hasta que viví en Chicago y me di cuenta de que no.
Y allá, en China, hace 18 años, mi inglés y el suyo eran dos versiones fracturadas de una lengua que solo servía para señas, sonrisas, y pedidos a medias.
Por eso, el único verdadero encuentro humano fue con el guía.
Era nuestro puente, nuestro traductor, nuestra voz.
No solo hablaba un español perfecto —de Madrid, fluido, sin acento— sino que sabía escuchar nuestras preguntas con la paciencia de quien ha tenido que explicarse muchas veces a quienes llegan tarde. Fue con él con quien hablamos de Xi Jinping. Con él descubrimos que en China los planes no eran para cinco años, sino para veinte. Fue él quien me cambió la forma de mirar ese país. Y por eso sigue siendo la persona más memorable que conocí allá.
Pero no fue el único rostro que se me quedó grabado. Recuerdo con claridad brutal a una mujer de unos 60 años en una tienda artesanal en Xi’an. Nos llevaron a ver cómo fabricaban vasijas.
Ella estaba sentada tras un vidrio, frente a una mesa. Tenía una caja con cuentas de cristal, una vasija a medio decorar, y una concentración que no he vuelto a ver en ningún adulto.
Tomaba una cuenta. La pegaba. Volvía por otra. La pegaba.
Una y otra vez. Durante horas. Días. Años.
Lo hacía con una rapidez que desmentía cualquier desdén. Era eficiencia absoluta. Y no se quejaba.
Le pregunté al guía si eso era lo único que hacía. Me dijo que sí.
Que lo había elegido. Que era su trabajo diario y que no pretendía hacer otra cosa.
—Eso es perfección —dijo él—. Ella es parte de algo más grande. No busca ser directora. Sabe que su función es esa. Y la hace bien.
Esa respuesta me dejó pensando por años.
Yo crecí en un país donde todos queremos ser directores, influencers, emprendedores, estrellas.
Allá, en la China de entonces, esa mujer entendía su lugar no como resignación, sino como aporte. No era una sumisión. Era disciplina. Una que venía de generaciones donde daba igual si eras médico o campesino: todos comían lo mismo. El valor no estaba en lo que hacías, sino en cómo lo hacías.
No sonreía, pero tampoco se veía triste. Solo se dedicaba a lo suyo. Como un engrane consciente de que sin él, la máquina no avanza.
Y yo, del otro lado del vidrio, no podía dejar de admirarla.
Porque algo en ella me explicó más de China que cualquier libro o estadística.
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Amo cada una de tus palabras y lo que aprendí de ellas. Eres una gran escritora y estoy mega orgullosa de tí ❤️
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