
Nos subimos al barco sabiendo que iba a ser una experiencia distinta.
Jorge, que es agente de viajes y experto en cruceros, tenía pase preferencial, así que nuestro registro fue muy rápido.
Era un barco de Royal Caribbean charteado por el gobierno chino. Un crucero diseñado exclusivamente para pasajeros chinos, con ruta por Japón. Nosotros —y el grupo de amigos—, éramos los únicos mexicanos a bordo.
Todo empezó con el elevador.
Pedimos el piso, éramos los primeros en llegar. Íbamos solos.
La puerta estaba por cerrarse…
y entonces pasó algo de película.
Un sonido. Las puertas se abren.
Y de pronto, como si la materia se hubiera duplicado, aparecen unos cuarenta chinos. De la nada.
No corrían ni gritaban. Solo entraron como si fuera su derecho natural ocupar todo espacio disponible.
Jorge y yo nos hicimos a un lado, pero en segundos nos empujaron fuera del elevador sin agresión, solo con lógica de enjambre.
Cuando estuvimos completamente afuera, presionaron el botón.
Y se fueron.
Nos miramos descolocados.
No lo llamaría hostilidad, sino una estrategia de movimiento colectivo que no consideraba la individualidad como factor relevante.
A la mañana siguiente, nos sucedió otra vez.
Jorge ama la sobremesa, el desayuno largo, el ritual de la contemplación del mar. Después de mucho esperar a que se desocupara, nos sentamos junto al ventanal con vista al océano. Solo estábamos él y yo. Fuimos felices por diez minutos. De pronto llegaron. Primero una. Luego más. Ocho personas en total que, sin pedir permiso, empezaron a colocarse alrededor de nosotros, a empujarnos hacia la ventana.
No con rudeza, sino con naturalidad. Como si la mesa no fuera de nadie. Como si el concepto de espacio personal no existiera.
Yo ya no podía mover los brazos. Estábamos como sardinas.
Le pedí a Jorge que por favor terminara rápido. No lo estaba disfrutando. No por lo que eran, sino por cómo se movían en el mundo.
Ese viaje fue fascinante y agotador, porque me permitió ver a los chinos en todo su esplendor cotidiano. En su lógica de abundancia, de ocupación total del espacio, de velocidad, de colectividad. Y el contraste más brutal llegó con las paradas en Japón.
Te bajabas del barco y entrabas en otro mundo.
Los japoneses: silencio, respeto, cuidado del espacio, límites marcados.
La diferencia era tan extrema que al principio costaba notar quién era quién.
Para muchos occidentales, todos los asiáticos “se ven igual”.
Ya no para mí. Hoy reconozco los rostros chinos, japoneses, coreanos, camboyanos. Pero más allá del rostro, reconozco el trato. El código invisible que rige la manera de habitar el mundo.
Pasabas el día en Japón, envuelta en ese orden que roza la espiritualidad… Y volvías al barco. Al caos organizado, al ruido, a la mesa de seis con diez sillas.
Y ahí entendí que el verdadero viaje no era externo, sino interno. Aprender a navegar entre culturas que chocan con la tuya sin querer hacerlo. Y descubrir que lo que te incomoda también puede enseñarte.
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