
Confieso que no fue amor a primera vista.
Yo había crecido con las imágenes de una China atrasada, gris, casi caricaturesca. Lo que el cine occidental nos mostraba: bicicletas infinitas, fábricas contaminadas, miradas apagadas. Pero desde que llegué, algo no cuadraba. Había algo en el aire, en la energía de las calles, en la forma en que hablaban entre ellos… como si el futuro ya hubiera comenzado y Occidente no se hubiera dado cuenta.
Hace 18 años visité China por primera vez. El vuelo se retrasó cinco horas. No llegamos a tiempo. Nos ofrecieron dos opciones: sentarnos en un restaurante bien y perdernos la Ciudad Prohibida… o pasar por un McDonald’s y alcanzarla en carrera. No había duda. McDonald’s y Ciudad Prohibida.
Yo ya había trabajado en McDonald’s cuando tenía 18 años. Conocía cada sabor de memoria. Era fan. Pero el McDonald’s de China no era el McDonald’s del mundo que yo conocía. La hamburguesa me supo rara. El menú era otro. Era como estar en un lugar que pretendía parecerse, pero no tenía nada que ver. Como si alguien hubiera traducido la experiencia al chino, pero sin subtítulos.
La comida china nunca ha sido mi favorita. Y la que se come en Occidente está tan occidentalizada que allá, en el origen, me sentí más perdida que saciada. Pero no era la comida lo que me sorprendía. Era la gente.
Viajé con un grupo de boricuas, muchos de ellos con obesidad visible. Los miraban como si fueran espectáculo. Se les acercaban, los tocaban, les pedían fotos como si fueran rarezas de circo.
Jorge, mi mejor amigo, es muy velludo. En brazos, en la barba. A cada paso, se le acercaban y le jalaban los vellitos con asombro. Como si nunca hubieran visto pelo así.
Y yo, en silencio, pensaba:
“Amo China… sin los chinos.”
Claro que era ignorancia. Lo entendí después. Pero en ese momento, era un choque cultural brutal.
Más tarde supe por qué. Nos explicaron que en el sistema socialista en el que crecieron, nada era de nadie. Todo era de todos.
Un lápiz dejado sobre la mesa no era tuyo. Una bicicleta, una silla, una idea… nada tenía dueño. Y si nada es tuyo, entonces no hay fronteras personales.
No hay límites físicos. No hay “esto es mío” o “esto es tuyo”. Hay uso compartido. Hay apropiación sin malicia. Por eso te tocan. Te observan. Te empujan. No es violencia. Es otra lógica. Y eso, para una mente occidental, puede sentirse como una agresión.
Otra vez, en Xi’an, me acerqué a una máquina expendedora de Coca-Cola en el aeropuerto. Había 15 hombres parados alrededor. Pensé que estaban haciendo fila, pero no: solo la miraban, perplejos, inmóviles. Les hice señas. Ninguno presionaba ningún botón. Tomé una moneda. La metí. Presioné. Cayó la lata.
Y entonces, todos gritaron:
¡Woooooow!
Asombro puro. Como si yo hubiera hecho magia. Y ahí me di cuenta: esta era la China que me había tocado ver.
Ahora que he estado cinco veces en ese país, ver a sus descendientes moverse entre códigos QR, superapps, trenes magnéticos, hospitales de vanguardia y ciudades inteligentes… me conmueve. Porque los vi antes. Y los vi después. Y porque entender un país también es ver de dónde viene, no solo a dónde va.
Y porque el amor, a veces, llega después. Pero cuando llega, ya no se va.
Sigue leyendo: Capítulo 2: 🌍Un chino en cada familia del mundo
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