
Lo que desafió mi expectativa no fue un edificio, ni una costumbre. Fue la gente. Ese país que en el exterior parecía moverse como un solo bloque —disciplinado, eficiente, en ascenso—, por dentro mostraba otra cosa: una grieta generacional que se notaba con los ojos cerrados.
Mientras los jóvenes caminaban como si ya hubieran nacido en el futuro, los mayores de cincuenta parecían atrapados en una película extranjera sin subtítulos. Se notaba el esfuerzo, las ganas de adaptarse, pero también el desconcierto.
China avanzaba una década en un año, y su gente intentaba alcanzarla corriendo con los zapatos del pasado.
No fue fácil para ellos. Ni para uno como visitante, que venía con otra lógica y otro ritmo.
La escena que no se me borra —ya te la conté— fue aquella de la máquina expendedora. El asombro colectivo ante una Coca-Cola. Una máquina sin magia, convertida en milagro. Esa fue la China que me tocó ver. La que no estaba atrasada, sino en transición. Con una parte del cuerpo ya en el futuro y otra, aún, en la aldea.
Yo no sabía mucho del país. Solo lo que Occidente cree saber: titulares polarizados y clichés disfrazados de análisis. Era una mexicana más a la que China no le llamaba demasiado la atención.
De hecho, fue el país número 40 que visité. No fue de los primeros, pero sí fue el primero que me cambió el ritmo del corazón en Asia. Llegué a China antes que a Japón. Y eso, para mí, lo cambió todo.
La primera vez que pisé Shanghái, sentí que había cruzado una frontera invisible entre la narrativa que me habían contado y la realidad que tenía frente a los ojos. Rascacielos que jamás se verán en México, estructuras que parecían salidas de una película de ciencia ficción, y sobre todo, esos edificios colmena, donde vivían 200 familias en una sola torre.
En ese entonces, estaban por todos lados. Hoy, casi han desaparecido. Pero esa fue una de las primeras imágenes que me volaron la cabeza: la magnitud humana contenida en vertical.
Los mercados también me cambiaron.
Me llevaron a un mercado “normal”, donde las familias compran lo que van a cocinar ese día. Pero allá, fresco significa vivo.
Todos los animales están vivos. Peces, patos, ranas, incluso lagartos. Los matan en casa, el mismo día que los van a comer. No por crueldad sino por costumbre. Por frescura. Por tradición.
Y eso me pareció lógico y salvaje a la vez. Como todo lo que no es tuyo.
En otro mercado, de comida preparada, vi murciélagos ensartados en palillos como banderillas. Escorpiones fritos. Cucarachas. Insectos de todos los tamaños. Y yo quería probarlos todos. Porque me molesta esa actitud de guácala. Porque en México comemos chapulines, gusanos de maguey, escamoles. Y si hubiera nacido en China, eso sería desayuno. Así que, por respeto, por juego y por empatía, yo quería probarlo todo.
Pero el guía me detuvo.
—Por favor no. Tu cuerpo no está preparado.
—Soy mexicana —le dije—, tengo muchos anticuerpos.
—Sí, pero son anticuerpos occidentales, no orientales.
Y tenía razón. Estábamos apenas empezando el viaje.
Y a veces hay que elegir entre tener razón o tener estómago. Años después, vendría mi revancha.
🦂 Tres alacranes, cinco pinchos y una bendición muda
Después de cuatro viajes a China, resistiéndome con disciplina, finalmente en el quinto me dejé tentar. No por sabiduría milenaria ni por filosofía taoísta, sino por alacranes fritos.
Era de noche en el mercado callejero de Qilin. Nuestro guía se había despedido ya, con la promesa de que era un sitio limpio. No me lo dijo, pero estoy segura de que rezó por mí.
Llegamos al puesto. El número 5 fue lo único que entendí de todos los letreros que etiquetaban cada familia de insectos —vivos— que tenían en contenedores altos de plástico. Por obvias razones, me quedé unos minutos observando la dinámica antes de acercarme. Eran 5 pinchos —con cinco bichos cada uno— por el precio señalado. La vendedora no hablaba inglés. Yo sigo sin hablar mandarín. Pero ambas hablábamos el lenguaje universal de las señas: ella me mostraba los cinco dedos con la palma de la mano derecha extendida, yo insistía en tres, a sabiendas de que cinco eran demasiados para mi estómago occidental. Le mostré el dinero completo. Cuando por fin me hice entender que le pagaría el total de los cinco pero quería que me diera solo tres, asintió no de muy buena gana. Señalé los insectos que quería, uno de cada tipo. Les puso chile (señalé que sí, obviamente) y me los entregó como si fueran joyas crujientes.
¿A qué sabían? A aceite viejo. A comal de quesadillas de la madrugada. A charales fritos con sabor a nada. Los más pachoncitos sabían… neutro. Pero me los comí. Todos.
Jorge me pidió el pincho ya con dos alacranes menos, se lo puso entre los dientes para la foto, como si él se los hubiera comido. Spoiler: no lo hizo. Pero yo sí. Y no me arrepiento.
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