
China me ha enseñado muchas cosas. Pero, sobre todo, me enseñó algo sobre mí.
Me enseñó que soy muy afortunada de haber nacido en México. Y no solo por lo evidente. Sino porque México es amigo de todos.
Dices “México” en cualquier parte del mundo y la gente sonríe. No te miran con desconfianza, ni te encasillan. No hay carga ideológica. No hay peso histórico negativo. México cae bien porque no se mete. México es querido. Y eso, como mexicana, me llena de un orgullo inmenso.
En Egipto, un guía me lo dijo con una sonrisa enorme:
—¿De México? ¡Los mexicanos dejan buena propina!
Y agregó:
—Pregunta lo que quieras.
Esa hospitalidad sin barreras me la han repetido decenas de veces. Pero China fue otra historia. Ahí no me sentí identificada… al principio.
En mi primer viaje, recuerdo haber pensado: “Qué bueno que no nací aquí.”
Era difícil. Duro. Incomprensible. Pero luego volví, una y otra vez. Y los vi avanzar. Los vi florecer. Los vi adaptarse.
Y un día me di cuenta:
Ya no estoy tan segura de que no quisiera haber nacido aquí.
Porque yo, tan tecnológica, tan amante del futuro, veía en China no solo trenes de alta velocidad y ciudades inteligentes, sino una ideología que resistía al tiempo.
¿Cómo se conserva una tradición cuando todo a tu alrededor cambia a la velocidad de la luz?
Esa es la China que me enamoró: la que encontró cómo ser parte del futuro sin perder el alma.
Una anécdota me marcó. Conocimos a un mexicano de Guadalajara que iba a visitar a un amigo chino. Al llegar a la casa, lo primero que le dijeron fue:
—Quítate los zapatos… y báñate, por favor.
Él se sacó de onda. Pero obedeció.
Después de bañarse, le presentaron a la familia. Le ofrecieron comida. Hablaron. Convivieron. Y le explicaron algo que cambió por completo mi forma de ver la limpieza, el espacio y el afecto.
En China, le dijeron, no tiene sentido bañarse por la mañana. Sales a la calle. Te ensucias. Te contaminas. Y luego, con todo eso encima, regresas a casa, abrazas a tu madre, te sientas en la sala, te acuestas en tu cama… sucio.
Para ellos, eso no tenía lógica. La lógica era otra:
“Me limpio antes de estar con quienes amo. Me limpio para el espacio donde pertenezco.”
No me lo dijo a mí. Pero fue como si me lo hubieran dicho directo.
Me quedé en silencio. Pensando. Y me pregunté algo que hasta hoy no sé responder con certeza:
¿Quién tiene razón?
La parte de mí que se siente más viva en China es, sin lugar a dudas, la que es sobreestimulada. La que se pregunta, se incomoda, se sorprende. La que duda de lo que da por hecho.
Y al final, eso es lo que más agradezco de ese país:
No que me convenciera de nada. Sino que me hiciera cuestionarme todo.
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