
Vuelvo. Otra vez. Con la cabeza como un rompecabezas al que nadie le dio caja. Cinco viajes. Cinco versiones distintas de un país que Occidente aún cree entender con memes.
Y sin embargo, cada vez que subo al avión de regreso, me siento más incómoda con mis certezas.
Esta vez me pregunté en serio:
¿Cómo gobiernas a 1,300 millones de personas?
Y no me refiero a administrarlas.
Me refiero a movernos en una sola dirección. A que no nos comamos vivos. A que lleguemos, todos, al mismo punto, con más educación, con más salud, con más infraestructura, con menos hambre.
¿Se puede hacer eso dejando que cada quien opine, grite, vote, discuta?
¿Se puede escuchar a 1,300 millones de voces sin que el ruido te impida avanzar?
Y sí, ya sé lo que vendrán a decir:
—Y los derechos humanos.
—Y Taiwán.
—Y la represión.
Lo sé. No soy ingenua. He leído lo mismo que todos.
Pero también he caminado esas calles. He cuestionado. He escuchado.
Y me he preguntado algo aún más incómodo:
Si yo tuviera una visión tan clara, tan ambiciosa, tan urgente como la de Xi Jinping…
¿estaría dispuesta a escuchar a 1,300 millones de personas que no saben a dónde voy?
Tal vez no. Tal vez sí. Tal vez no lo sabría hasta estar ahí.
Pero aquí, desde esta ventanilla, con el cielo negro bajo el ala y las luces rojas del ala titilando como código morse del futuro, lo único que sé es que este mundo exige una respuesta que no cabe en 280 caracteres.
Y mientras tanto, sigo eligiendo entender antes que juzgar.
Porque juzgar sin contexto es una forma de arrogancia.
Y entender, aunque duela, es una forma de respeto.
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