Capítulo 2: 🐘 Parque Kruger sin filtros

chatgpt image 9 ago 2025, 03 20 47 p.m.

Para el segundo viaje al Parque Kruger pensé:
“Bueno… sobreviví al primero. Pero, ¿otra vez siete días viendo animales?”
Esta vez ya no iba en grupo. Era un viaje privado.
Nos tocó compartir la camioneta con una pareja que vivía en Sudáfrica, dueños de un viñedo en Franschhoek. Eran observadores de aves. Sí, aves. Y si hay algo que me provoca cierta incomodidad… son las aves.
En cada safari, la guía —una mujer, esta vez— preguntaba cuál era el animal favorito de cada quien para decidir qué buscar. Él, sin dudar, dijo: “las aves”. Lo dijo con un brillo en los ojos que parecía de niño en víspera de Navidad. Llevaba un sombrero perfecto para la ocasión, unos binoculares que podrían haber servido para espiar Marte y un libro físico de aves que parecía enciclopedia: tres mil páginas, mínimo. Cuando la guía nos preguntó si nos gustaban las aves, él giró desde el asiento delantero con esa emoción contagiosa, esperando nuestra respuesta. Como buena mexicana, no tuve corazón para decirle que no. Sonreí y respondí: “Bueno, no soy experta… pero sí, vamos a hacerlo”.
No iba a arruinar el momento ni provocar que nos dividieran en otra camioneta; además, quería seguir con esa guía, que sabía mucho de mis animales favoritos. Así que me mentalicé: era hora de sobreponerme a mis propias preferencias.
Desde ese instante, cada vez que él divisaba algo entre las copas de los árboles, le decía a la guía: “¡Mira eso!”. Yo no veía absolutamente nada, pero él ya lo había identificado, pronunciaba el nombre científico y nos preguntaba: “¿Lo ven? ¿Lo ven?”. Yo fingía entrecerrar los ojos y decía: “Mmm… no lo distingo”. Él ya sabía en qué página exacta encontrarlo en su libro, luego de mostrárnoslo, nos explicaba de dónde venía, cómo cantaba y qué hacía especial su trino. Su esposa, más mesurada, nos confesó que hacían ese viaje mínimo tres veces al año al Kruger. A él lo veía como un coleccionista de estampas rarísimas: cada ave nueva era una pieza valiosa en su álbum imaginario. Con esos dos, aprendí más sobre plumíferos que en toda mi vida. Y, contra todo pronóstico, lo disfruté.
Pero lo verdaderamente mágico de ese viaje fue que todas las especies acababan de parir. Todo tenía crías.
Elefantes. Rinocerontes. Antílopes. Leopardos. Hasta los leones.
Toda la sabana parecía recién nacida. Y eso hizo que el viaje fuera una aventura distinta de la anterior.
Una mañana vimos cachorros de león cubiertos de sangre comiéndose una cebra. La escena era grotesca, y sin embargo, en lugar de horror, sentí ternura. Una ternura salvaje. Todos estaban batidos: hocico, patas, orejas. Como bebés aprendiendo a comer. El cuerpo de la cebra ya estaba sin vida, y yo no vi muerte, sino instinto, continuidad. Vi lo que somos.
Y luego vino la cereza del pastel.
Una noche, en el safari nocturno, la guía susurró:
—Silencio.
Detuvo el auto. Apagó el motor. Y con un solo movimiento de muñeca, iluminó la copa de un árbol.
Allí, oculto entre las ramas, había un leopardo. Mi animal favorito.
Tenía el hocico lleno de sangre. Estaba devorando a un antílope bebé. Los huesos crujían. El cuerpo inerte colgaba aún un poco. No era una película de terror. Era algo más brutal y más real: la naturaleza mostrándose sin filtros.
Y entonces:
—No saquen las extremidades del vehículo —susurró la guía.
Iluminó a los lados. Estábamos rodeados de hienas. Decenas.
Esperaban abajo que algo cayera del árbol. No trepan. Ellas no cazan. Solo esperan. Son carroñeras.
Una se acercó demasiado a mi lado. La escuché olfateando antes de verla. Le pedí a la guía que iluminara.
Ahí estaba.
—No te muevas. No va a brincar. Pero no saques ni un dedo.
Y yo ahí, comiendo carne seca, tomando amarula, rodeada de hienas, mientras un leopardo sangriento desgarraba carne sobre mi cabeza. Y fui feliz.
Esa noche supe que podía hacer eso todos los días de mi vida.

Otra noche vimos dos leonas llamándose entre sí con unos sonidos agudos (como silbidos guturales), mientras el león macho gruñía desde otro punto. La guía nos explicó que las hembras se avisan cuándo van a salir de cacería. Y allí, en medio de la sabana, vi cómo una leona dudaba entre ir con su hermana o con su macho. Finalmente, se reencontraron y salieron juntas. Porque ya sabemos: los leones no cazan. Las que cazan son ellas. Ellas sostienen su mundo.

En el Kruger aprendí que el elefante no tiene enemigos naturales: ningún depredador podría con él, y aun así, es un destructor compulsivo del paisaje, capaz de arrancar una rama, comerse dos hojas y dejar un árbol joven hecho trizas. Descubrí también que el hipopótamo es el verdadero villano estadístico: mata más personas al año que un tiburón. Su secreto está en la velocidad —puede correr más rápido de lo que imaginas— y en un mal genio que se activa si invades su territorio o interrumpes su ruta hacia el agua. Supe que las hienas jamás trepan árboles, y que por eso los leopardos, que son cazadores solitarios, suben a comer a las copas, como si fueran restaurantes privados lejos de la clientela carroñera. Y hay otro dato que no me esperaba: la jirafa duerme menos de dos horas al día, en intervalos cortísimos, porque incluso en su altura, para ellas, el mundo nunca deja de ser peligroso.

¿Vale la pena un safari si no amas a los animales?
Sí.
Porque lo que encuentras allí no son “animales”.
Es vida sin filtros.
Es sangre y ternura.
Es hueso y paisaje.
Es una coreografía salvaje de la que no eres protagonista.
Y qué alivio es, por fin, dejar de serlo.


Capítulo 3 — 🏙 Ciudades, mares y un rugido colectivo

2 comentarios en “Capítulo 2: 🐘 Parque Kruger sin filtros”

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