Capítulo 3: 🏙 Ciudades, mares y un rugido colectivo

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Cape Town me recibió con esa mezcla de exotismo y amplitud que solo tienen las ciudades abiertas al mar. Amplia, expandida, con barrios de colores y montañas que parecen abrazar la costa. En aquel tiempo, la población negra era poca en la ciudad, y la mayoría trabajaba en hoteles y restaurantes. Nuestro guía —un hombre negro, de mirada serena— nos explicó que vivir ahí era caro, demasiado como para que muchos de los suyos lo consideraran una opción. Esa conversación cambió mi manera de mirar. Lo que a los ojos de una turista parecía pintoresco —uniformes impecables, sonrisas profesionales— tenía, para ellos, un matiz distinto, más áspero.
Aun así, la ciudad me atrapó. Los Doce Apóstoles recortados contra el cielo, playas perfectas que te invitan a entrar hasta que recuerdas que en sus aguas vive el tiburón blanco. Un día antes, nos dijeron, un surfista había perdido una pierna en un ataque. El rumor del mar nunca volvió a sonar igual. Entre sus calles y plazas, la vida se sentía elegante y ligera, como si el viento marino barriera cualquier preocupación.
El bullicio de Cape Town se fue desdibujando curva tras curva, hasta que el mar reclamó toda la atención.

Hermanus esperaba al final de esa cinta costera, con un horizonte más pausado y salpicado de espuma. Apenas llegamos, una loca idea cruzó por mi cabeza: yo podría vivir aquí. Luminosa, tranquila, con el mar tan cerca que basta una terraza para presenciar su espectáculo. El hotel estaba sobre un acantilado y el desayuno se servía al aire libre. En cada mesa, una cobija para las piernas y un par de binoculares, como si fueran parte del servicio. Esa mañana, el frío cortaba, pero nadie quería moverse. En medio de un café caliente y un croissant recién horneado, el mesero nos señaló el horizonte: ballenas. Ni siquiera hacían falta los binoculares; estaban ahí, enormes, respirando frente a nosotros.
Más tarde, salimos en un barco para acercarnos. El guía nos contó que todos los ballenatos nacen blancos, con la piel moteada como un dálmata, y que se oscurecen con el tiempo. Así puedes identificar la edad de las ballenas, por su color. Los más jóvenes permanecen pegados a la madre, juguetones, curiosos, nadando sin miedo alrededor de las embarcaciones. Ese día el mar parecía estar de fiesta: delfines y ballenas compartían el mismo espacio, como si el mundo hubiera decidido regalarnos un retrato imposible de olvidar.

En Franschhoek el tiempo parece servirse en copas. Entre viñedos que dibujan colinas perfectas, el aire huele a uva madura y madera tostada. En ese primer viaje, antes de llegar a cualquier finca para el tour formal, nos llevaron a una tienda que pertenecía a un viñedo. Probábamos vinos, comparábamos aromas, y yo ya había decidido cuál sería mi recuerdo de ese lugar: una botella local, con su etiqueta intacta, como parte de mi colección personal. Nunca las abría. Para mí, esas botellas eran postales líquidas, souvenirs que pesaban en la maleta pero guardaban intacta la promesa de un lugar.
De pronto, un rugido. No de un león, sino de gente. Una ovación que hizo vibrar las paredes. Cientos de voces gritando al unísono, celebrando algo que desconocíamos. Los turistas nos miramos entre sí con caras de “¿qué pasó?”. La curiosidad me empujó a la calle y ahí estaba: una multitud saltando, abrazándose, con sonrisas que parecían no caber en sus caras. Nuestro guía salió detrás y, casi con el mismo brillo en los ojos que la gente de la calle, nos dio la noticia: Sudáfrica había sido elegida como sede de la Copa del Mundo 2010. Ese rugido, ese instante, fue un abrazo colectivo, una descarga de orgullo y alegría que, aunque no era mía, me alcanzó por completo.
Esa noche dormimos entre viñedos. Afuera, el silencio de la campiña; adentro, el recuerdo de ese brindis improvisado y del rugido que todavía parecía flotar entre las hileras de uva.

Johannesburgo llegó como un cambio brusco. En el trayecto desde el aeropuerto, el guía nos dijo algo que nos desconcertó: que en algunas carreteras las cifras en los carteles no marcaban la velocidad máxima, sino la mínima que podías llevar. Si ibas más lento, te multaban por entorpecer el tráfico. No era una regla nacional, pero parecía aplicada en ciertos tramos. Un detalle que, más que técnico, me pareció simbólico: aquí no hay espacio para frenar demasiado.
Recuerdo caminar por una avenida amplia y ver cómo, a pocos metros, un hombre comenzaba a golpear a una mujer. Fue un impulso natural que dos de mis compañeros del grupo quisieran intervenir. El guía se interpuso con firmeza: no. No sabíamos si ese hombre estaba armado, si tenía un cuchillo, si el intento de ayudar podía volverse en nuestra contra. Esa contención dolió más que la escena misma. Entendí que él llevaba la responsabilidad de cuidarnos y que, en su lógica, eso implicaba no arriesgar al grupo. La sensación de impotencia quedó flotando en el aire.
Otra cosa que me llamó la atención fue cómo nos miraban. Éramos un grupo de mexicanos, de piel variada, pero no encajábamos en ningún molde local. No éramos parte de la mayoría negra, ni de la minoría blanca que —según nos dijo el guía— se concentraba sobre todo en Cape Town. Las miradas no eran hostiles, pero sí prolongadas, como midiendo de dónde veníamos y por qué estábamos ahí.
En Johannes, el aire parece cargado de pasado. No un pasado distante, sino uno que todavía vive en las miradas, en las calles y en la forma en que la gente se mueve. Aquí no se trata solo de edificios, tráfico o ruido: es una ciudad que late con el pulso de lo que fue y el esfuerzo de lo que quiere llegar a ser.
La primera impresión es la de un lugar que arrastra historias difíciles. Conversaciones a medias, silencios que dicen más que las palabras, gestos que miden la distancia entre las personas. Y, sin embargo, en medio de todo eso, aparecen señales que hablan de cambio: jóvenes que pintan murales, mercados que se llenan de música, sonrisas que cruzan la calle como si abrieran una grieta en la rutina.
Se siente como un territorio en equilibrio inestable. Un pueblo que, después de décadas de fragmentación, busca recomponerse sin olvidar quién fue. La recuperación no es rápida. No lo es nunca cuando las raíces de la herida están tan profundas en la tierra y en la memoria de la mayoría. Pero hay una fuerza callada que empuja hacia adelante, un deseo de reescribir la propia historia, aunque sea línea por línea.

Llegamos a Sun City cuando el viaje ya latía en la piel. Veníamos de reservas, vino y costa; aquí el mapa cambia de idioma. Sun City se alza en la provincia del Noroeste, a unas 2–3 horas por carretera desde Johannesburgo, justo al lado del Parque Nacional Pilanesberg. Un salto breve en kilómetros, enorme en estética. Apenas cruzamos la entrada, nos explicaron que décadas atrás, los líderes locales habían recibido esas tierras como propias. Con esa independencia geográfica y legal, negociaron con empresas extranjeras para desarrollar un destino que rompiera todas las reglas. El resultado: el único lugar de Sudáfrica donde se puede apostar, concebido como un Las Vegas africano.
Me hospedé en The Palace of the Lost City, el hotel más icónico del complejo. Desde el lobby, el domo pintado se sostiene sobre enormes colmillos de elefante —falsos, pero imponentes—, un elefante de bronce de tamaño monumental custodia la entrada, y el agua corre por cascadas artificiales que parecen parte de un cuento. Nos contaron que para levantar el resort trajeron al diseñador de Disneyland París, y al caminarlo, todo cobra sentido: la misma sensación de maravilla, el mismo cuidado obsesivo por los detalles. Además de The Palace, hay otros tres hoteles y una playa artificial, la Valley of Waves, con olas programadas y arena que engaña al cuerpo como si fuera real.
Así viví Sun City: hoteles que parecen escenarios, cascadas que brotan de la roca, campos de golf que llevan la firma de Gary Player, y la sensación constante de caminar una ficción arquitectónica bien producida. Un oasis que funciona perfecto como remate del capítulo urbano (Johannesburgo) o como pausa lúdica antes del siguiente salto.
No es un destino que defina a Sudáfrica, pero sí es una rareza que se disfruta. Un lugar donde la naturaleza fue reemplazada por un espectáculo construido para impresionar. Y, si uno tiene días libres, vale la pena perderse un rato en esta ilusión antes de volver a la carretera.

Sudáfrica quedó en mi memoria como un mosaico de intensidades. Sun City brilló como un espejismo en medio de la sequía, con su lujo improbable y sus noches de luz dorada. Cape Town me envolvió en su mezcla perfecta de puerto cosmopolita y naturaleza indomable. Johannes mostró su pulso urbano y su fuerza histórica, con calles que llevan el peso y el orgullo de un país entero. Hermanus me regaló el susurro del mar y la calma de un pueblo que mira hacia las ballenas como quien espera un viejo amor. Y en Kruger Park, la vida salvaje me recordó lo pequeña que soy ante la grandeza de la naturaleza. Todo junto formó un viaje que empezó en el mapa y terminó dentro de mí, con la certeza de que un país puede ser tantas cosas como caminos tenga para recorrerlo.

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2 comentarios en “Capítulo 3: 🏙 Ciudades, mares y un rugido colectivo”

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