
Nací en México. Crecí entre crucifijos, responsos, y frases como “Dios aprieta pero no ahorca”; con la idea de que sacrificarse por los demás era casi sinónimo de santidad. Y durante muchos años, cargué con esa herencia sin preguntarme si era mía… o impuesta. Pero un día, la pregunta llegó, simple y luminosa:
¿Y si el verdadero propósito de la vida fuera ser feliz?
No salvar el mundo, ni cargar culpas ancestrales. Tampoco pagar deudas emocionales heredadas. Solo ser feliz.
Por fortuna, hoy vivimos tiempos más libres. Cada vez hay más respeto hacia quienes creen… y hacia quienes no. Así que no hablo aquí del Dios que me enseñaron en casa, ni del que castiga, ni del que vigila. Si acaso, imagino a un dios curioso, amoroso, un creador paciente que observa sin juicio. Y pienso que, si existiera un ser así, al final de nuestra vida solo haría una pregunta:
¿Fuiste feliz?
Y esa pregunta, por sencilla que parezca, no es fácil de responder.
Porque ser feliz no es egoísta, como nos hicieron creer. Tampoco es un estado permanente. Mucho menos es algo que solo ocurre cuando todo está bien.
A veces ser feliz es una batalla silenciosa. Sobre todo cuando el mundo está en caos. Cuando quienes amas no encuentran su propio centro. Cuando alrededor todo se tambalea, y la culpa te susurra que no deberías estar en paz mientras otros no pueden. Pero justo por eso, buscar la felicidad es un acto profundamente responsable. No es un premio ni un privilegio. Es un pequeño acto de resistencia, y más importante de lo que crees. ¿Por qué?
Porque un individuo feliz no rompe lo que ama, no arrasa con lo que no entiende ni hace daño solo porque el mundo le ha hecho daño. Un individuo feliz camina ligero y hace más amable el mundo para quienes lo rodean, aunque haya tenido que inventarlo a solas porque, desafortunadamente, eso no lo enseñan en el colegio.
A mí, por ejemplo, me criaron en un núcleo católico. Escuela de monjas. Misa los viernes. Culpa los lunes. El sufrimiento era la vía más respetable hacia el cielo. Y ser feliz sonaba a lujo frívolo o pecado capital. Pero con los años —y los viajes, y los amores, y las heridas bien lloradas—, entendí otra cosa:
La felicidad es una responsabilidad personal. Y es más revolucionaria de lo que parece.
No hablo de una felicidad plástica. No hablo de sonreír en Instagram.
Hablo de esa paz que nace de conocerte, de vivir de acuerdo contigo, de respetarte aunque el mundo no lo haga. Esa que te hace decir: “Yo ya no me presto para lastimar ni para lastimarme.”
He tenido la fortuna de viajar, de conocer otros paisajes, otras personas, otras formas de entender la vida. He caminado descalza por templos, he compartido té con personas que tienen poco pero ofrecen todo, y he aprendido que la felicidad no depende de lo que tenemos, sino de cómo habitamos lo que somos.
Por eso me resisto a creer que nuestra única identidad sea una nacionalidad, una religión o un apellido.
Somos habitantes del planeta Tierra. Y eso debería bastar.
A veces, lo más revolucionario que podemos hacer… es permitirnos estar bien.
Y tú, si pudieras borrar las culpas heredadas, si nadie te dijera qué debes hacer para “merecer” el amor o la paz… ¿serías feliz?
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¿Y si solo hubiéramos venido a ser felices?